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Su hijo de seis años insiste en que quiere jugar al fútbol en el salón de su casa, con la posibilidad latente de destruir jarrones y ventanas; entonces usted se pone firme, y con el rostro tan serio como su musculatura facial se lo permite, amenaza con castigarlo.

Al día siguiente, su pequeño retoño del averno se niega a hacer la tarea escolar, y usted nuevamente amenaza con castigarlo. Más tarde, parece empecinado en molestar a su hermana menor, y usted, vaya novedad, amenaza con castigarlo.

Todos estos casos, por supuesto, son ficticios, pero representan bien la metodología de disciplina que muchos padres utilizan. Pero, ¿resultan realmente eficaces los castigos? La respuesta depende de lo que usted se proponga conseguir con su hijo.

¿Funciona castigar?

Si lo que busca es que acate una orden inmediatamente, muy probablemente la estrategia será exitosa. Pero en ese caso, su hijo estará accediendo a lo que usted le pide por miedo, por temor al castigo y no porque lo respete como padre o porque crea que proceder de esa forma es lo correcto.

Implícitamente, usted le estará enseñando al niño que los problemas se resuelven mediante la amenaza o el ejercicio de poder. Y que la mejor manera de lograr que la gente haga cosas, es metiéndoles el miedo bajo la piel.

El experimento de Jonathan Freedman

Un astuto psicólogo llamado Jonathan Freedman realizó un interesante experimento que ilustra el punto anterior. Concurrió a un colegio en donde tomó a un grupo de niños y los llevó, uno por uno, a una salita especial donde había varios juguetes baratos y berretas, entre los que sobresalía un fantástico robot lleno de luces y artilugios que se manejaba a control remoto. En este contexto, le decía al niño que tenía que salir de la habitación por unos minutos, y que mientras tanto, podía jugar con cualquiera de los juguetes, menos el robot.

“Si llegas a tocar al robot, entonces me enteraré y me enfadaré mucho, mucho”, le decía con su mejor cara de ogro. Acto seguido, salía de la habitación y observaba lo que el niño hacía a través de un vidrio espejado. Obviamente, casi todos los niños que pasaron por el experimento, se esforzaron por controlar sus impulsos y evitaron acercarse al robot.

En la segunda condición del mismo experimento, Freedman simplemente le decía a los niños, que mientras se ausentaba unos instantes, podían entretenerse jugando, pero que “no estaba bien que jugaran con el robot”. En este caso, no recurría a amenazas de ningún tipo, simplemente les aseguraba que no era correcto tocar el robot. En esta ocasión, al igual que en la anterior, prácticamente todos los niños evitaron acercarse al robot, y se conformaron con los otros juguetes desprovistos de atractivo.

El efecto de la ausencia de la autoridad

Pero lo interesante es lo que ocurrió poco más de un mes después. Freedman envió al mismo colegio a una colaboradora para que repitiera la misma secuencia con los mismos niños, tanto de un grupo como del otro. Solo que esta vez, cuando la mujer debía retirarse de la habitación, no les decía absolutamente nada a los niños. En otras palabras, ellos eran libres de hacer lo que les viniera en gana.

Lo que ocurrió resultó ser absolutamente sorprendente y revelador. Los chicos del primer grupo, que un mes antes habían evitado jugar con el robot ajustándose a una orden externa emitida por un adulto ceñudo, no encontrándose ahora presente ese adulto y desaparecida, en consecuencia, la amenaza, se sintieron libres para jugar con el juguete prohibido.

Por el contrario, los chicos del segundo grupo, aún no estando Freadman presente, hicieron exactamente lo mismo que la ocasión anterior, y se mantuvieron lejos del llamativo robot. Ante la ausencia de una amenaza externa, en primer lugar, parecía que habían desarrollado argumentos propios, internos, que justificaban por qué no debían jugar con el robot.

Así, tal vez convencidos de que era su decisión, y no la imposición arbitraria de alguien más, se sintieron proclives a actuar en forma coherente con sus creencias. Estos niños, al verse libres de presiones externas, asumieron la responsabilidad de sus propios actos, probablemente al sentir que eran ellos los que elegían voluntariamente lo que querían hacer.

La importancia de la motivación

La moraleja es clara: tanto los castigos como las recompensas constituyen motivaciones externas que no generan un compromiso a largo plazo, esfumándose la conducta deseada tan pronto como desaparece la consecuencia buscada.

En la vida cotidiana, muchas veces he podido observar con mis propios ojos, como algunos padres, peor aún, castigan a sus hijos obligándolos a hacer la tarea escolar o a leer un libro, creando la falsa noción de que estas actividades son en sí mismas malas, desagradables y dignas de ser evitadas. Como contrapartida, los recompensan con más horas de televisión y videojuegos, reforzando la idea de que estas actividades son deseables y entrañan un gran poder de gratificación.

Efectivamente, es común en los tiempos que corren que nuestros hijos crezcan creyendo que leer es desdeñable y debe ser evitado a toda costa, y ver televisión es el camino al placer y al éxito personal. Si usted es padre de un niño, o planea serlo en breve, le recomendamos hacer las cosas como corresponde: edúquelo en base a un cúmulo mínimo de criterios morales si quiere que eventualmente se convierta en un adulto de bien. No se necesita más que eso. No le enseñe a obedecer solo por temor al castigo.

En algún momento, si usted tiene suerte, llegará a ser anciano. No se queje si su hijo históricamente intimidado, ahora se ha convertido en un adulto rencoroso, y decide internarlo en un geriátrico de mala muerte, o mandarlo de vacaciones a Etiopía en pleno verano.

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